En un lugar en donde el vuelo de las aves esparce
el aroma de café y las aguas cristalinas reflejan la belleza de la mujer
andina, vivía Juan Pérez, un hombre al que los años le dejaron huellas
imborrables en su rostro, las que lo hacían ver más anciano, sin embargo aún
era muy buen trabajador y muy buena persona con todos.
Salía a su trabajo bastante temprano y se
levantaba de su obligación cuando los prodigiosos rayos del sol se recogían
allá, tras la lejanía de las montañas.
Juan, desconociendo que aquel día era martes 13,
y olvidando el mal agüero que cobija a esta fecha, decidió trabajar hasta altas
horas de la noche. Mientras la luna le hacía compañía y algunos animalitos se
detenían a jugar, el tiempo corría con pasos agigantados, la media noche se acercaba
y el mal acechaba y al punto de las doce de la noche las puertas del infierno
se abrieron esparciendo un olor a puro azufre y un aire frío le congeló los huesos,
la pequeña mechera se apagó y las nubes ocultaron la luna y las oscuridad se
apoderó del lugar. Los ruidos producían temor, las copas de los árboles se
meneaban de lado a lado y de repente algo negro; se desprendió de un pequeño
arbusto; el miedo fue tal que Juan no pudo mover las piernas ni pudo pronunciar
palabra alguna. Después de unos minutos de terror el objeto extraño empezó a
dar unos pequeños saltos de un lado para otro haciendo una seña; entonces Juan
comenzó a recordar lo que le habían dicho los abuelos: esos sucesos indican la
presencia de una guaca.
El miedo desapareció, tal vez, bajo el peso del
deseo que siempre había guardado: tener una mejor posición económica. Entonces
decidió seguir al bulto en travesía.
Juan no ha sido visto en años por la región.
Algunos dicen que encontró la guaca, compró unas buenas tierras y vive feliz;
otros, aseguran que sigue siendo pobre y carga con una maldición y los más
pesimistas juran que está muerto.
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