EL GRITON




Jose Ramos era una persona muy sociable y caritativo, no era precisamente Huilqueño, era un forastero que había llegado hacia un buen tiempo a esta región y había echado raíces en esta vereda; tenía su familia, sus terrenos y sobre todo sus amigos con quienes pasaba momentos inolvidables y muy divertidos; por cierto, un día paso tremendo susto por estar de "juerga en juerga con sus compinches", decía su mujer, y llegar tarde a casa.
En una ocasión, tras una larga jornada de trabajo, José, muy cansado, se dirigió a su casa ese día había sido muy caluroso y sin sombra alguna y hacia un bochorno. Al llegar a la casa, pasó directamente a la cocina y saludó a su familia de pronto  entre rizas y comentarios como si quisiera algo, se dirigió a su esposa mija, hoy habrá una fiesta en la casa de Juan, sería posible que vaya? Claro si tú me lo permites (como todo un varón porque en eso si no había duda, 20 hijos tenía en su cuenta, como todo varón tenía que pedir la autorización a la mujer). A su esposa le fue indiferente y le dijo que no había problema, sólo que tuviera cuidado y que regresara temprano.

José se arregló, se colocó la postura de dominguiar, en la camisa metió la peineta y el espejo y bajo el brazo un caneco de aguardiente, por si algún espanto. Partió a donde Juan, que era un hombre más o menos gordito, estatura mediana, bigotu­do. Juan estaba con los músicos templando las guitarras.
Al ritmo de guitarras, carrasca, timba y maracas, la fiesta se encendió; Se tomaron unas polas y unos guaros, bailaron repetidas veces “el baile del sombrero”, recocharon como de costumbre; el tiempo pasó y entre risas y locuras se terminó la fiesta; ya era demasiado tarde, un poco antes de que el gallo cantara para anun­ciar un nuevo amanecer, José un poco mareado, se despidió de su amigo y regresó a su casa; el camino que debía deshacer era muy sólido y tenía un ambiente muy pesado, sobre todo en la quebrada. Al llegar a este punto, José empezó a sentir un frío que recorría todo su cuerpo y al pasar por el puente, recordó inmediatamente la historia contada por Don Sigilfredo sobre la vez que la quebrada se creció demasiado, arrastró al hijo de don Segundo Chalacán y le causó la muerte, casi que no encuentran el cuerpo, si no hubiera sido porque el mismo difunto le reveló al papá el lugar donde estaba, ciertico, ahí mismo y en la posición de la revelación encontró al hijo muerto; en esos recuerdos estaba José cuando escuchó un fuerte grito, desgarrador, espantoso, era un grito ensordecedor que traspasaba las espaldas, que salía de una sola garganta, pero que parecía que venía de varias partes más que un grito parecía un aullido o un chillido de una alma en pena. José se asustó mucho a pesar de los tragos que traía encima y empezó a correr como alma que lleva el diablo, un tumbo por aquí, otro por allá porque las piernas se enredaban ya por la chuma ya por el miedo; llegó a la casa y de un solo golpe abrió la puerta y cayó tirado en el centro de la pieza, camisa y pantalones dos desgarrados y sin ni siquiera poder hablar. Cada vez que cuenta la historia, el cuerpo se le engranoja y pierde la mirada. Los vecinos dicen que los gritos son de un espanto muy conocido en la vereda que es el Gritón y que muchas veces lo habían escuchado también. Lo cierto es que desde ese día, Don José dejó la parranda y cambió el canto de la cama por el cucho y los últimos cinco hijos de los veinte ya son sólo en su mujer. 

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