El sonido de esos viejos molinos nos llama a
gritos, nos conduce por caminos hermosos, en donde la flora y fauna son una
sola; al final de estos caminos se encuentra el Arenal, tierra de personas
trabajadoras y aventureras. Una de ellas es Diógenes Mora, que después del
trabajo se reunía con algunos vecinos, jugaban emocionantes partidos de
voleibol, y, al acercarse la noche, eran invitados por su esposa Blanca Almeida
a tomar un café cargado para así espantar el sueño.
Para los hombres era cuestión de honor jugar
naipe, el dueño de la vivienda era el encargado de escoger el juego entre los
que se contaban el poker, la caída, la escalera, el burro y el 31, casi siempre
escogía el 31 con pinta. Mientras jugaban, contaban chistes, anécdotas,
historias de dulces amores, amarguras de los desamores y experiencias del
trabajo.
Los juegos se prolongaban hasta altas horas de la
noche y, en ocasiones, se dejaban sorprender de la madrugada. En una noche de
entre las tantas, los pobladores de esta vereda se reunieron a jugar, tomaron y
bailaron. Pedro Rúales molesto porque perdió en el juego de naipe, salió al
baño a tranquilizarse, demorándose un buen rato; sus vecinos preocupados fueron
en su búsqueda y al encontrarlo de regreso, notaron que no era el mismo, sus
ojos tenían una mirada fija, la piel lívida, tenía el color de la muerte y su cuerpo
temblaba; asustados preguntaron por lo ocurrido y como no recibieron respuesta
alguna, corrieron al baño, donde lo único que pudieron ver fue una gran sombra
que esparcía un viento frío y que paralizaba sus músculos, la sombra
desapareció en la oscuridad; pero el recuerdo quedó para siempre grabada en la
memoria y los temores de los jugadores, por lo que nunca más han vuelto a
reunirse para jugar Naipe.
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