Se sentó Don Laureano, el viejito de la tienda,
en la grada de la puerta, con muchos esfuerzos logró acomodarse, la edad iba
ganándole la partida. Cuando Don Laureano se sintió a gusto, llamó a Káiser, un
perro con aspecto callejero y flaco, era su eterno acompañante; a la distancia, Don
Laureano me reconoció y me saludó con risas y halagos, por lo que me pude dar
cuenta que me extrañaba, eran días que no lo visitaba; en esta ocasión no se
quejó de sus achaques ni de las goteras que humedecían su casa, lo cual atraía
gran cantidad de alacranes ni que los jóvenes de hoy ya no trabajan como antes,
y sólo me contó sobre un juego que nada tiene que ver con lo de ahora, con circuitos,
microchips, control remotos ni nada parecido a la moderna realidad virtual.
Bueno, el dichoso juego, por cierto, con el que
se acordaba de la inquieta Rudicinda consistía en hacer ollitas de arena o
tierra, todo un arte de la alfarería utilizando los procesos más naturales y
sencillos posibles.
“Después de bajar
limones en la huerta de Don Odilo, Rudicinda y yo jugábamos a quién hacía la olla
más formadita y más bonita, empieza diciendo Laureano esa bien picara decía que
el que gane, le da un mucho al otro en la boca; yo ni bruto pa darle un beso en
la boca en esos tiempos a una chiquilla trompona, despeinada, cari sucia y
pegajosa, ni bruto; claro, después que crecimos y el que andaba detrás de ella era yo,
pos sí que se puso linda la condenada y me tocó luchar durísimo para casarme
con ella; pero lastimosamente, no duró toda vida me dejó viudo y con doña soledad
porque no pudimos tener hijos; ella decía que quería una niña para jugar,
vestirla como a ella le gustaba y tenerla como una princesita, aunque eso
hubiera sido un poquito difícil; pero no imposible para el amor de los padres y
más para una buena mujer como lo era ella, mi Rudicinda. Bueno, ya me fui por
otro camino, el todo es que nosotros jugábamos de pequeños, antes de jugar,
siempre tomábamos agua del cañito que vertía de la peña para estar con la pipa
llena; después, hacíamos un morrito de tierra o de arena con el codo formábamos
un huequito bien bonitico y sobre él era que la Rudicindita se…, se….bueno,
ella virringuita se sentaba y descargaba una miada de a peso entre risas
burlonas hacia lo mismo. Luego, con mucho cuidado se quitaba la tierra seca y
se sacaba la ollita, se moldeaba hasta que quedaba redondita, mi ollita era la
más bonita, pero la Rudicinda para ganar me empujaba con la cadera y como era
más acuerpada, me hacía caer, y hasta ahí llegaba mi ollita; ella siempre
ganaba, después venía la correteada, para el beso; yo cogía huerta abajo y
tanto bregar me alcanzaba y a la fuerza me daba los besos en la cara, en la
boca, y luego me pegaba y se iba corriendo y riéndose mientras yo pensaba en
que eso me gustaba muy en el fondo, sólo que la costumbre de salir corriendo
era más divertida. Todo esto era un ensayo, no para lo del matrimonio, sino
para el juego por la noche, que era el momento en que toda la chiquillada de la
calle nos reuníamos a jugar a la liber, las escondidas, la correa escondida,
los casados y las ollas.”
Don Laureano al terminar su cuento estaba
profundamente melancólico y yo entendía que la charla debía acabar de otra
manera para que él no se la pasara aburrido y se sintiera más solo de lo que
estaba y entonces le pregunté con emoción de sus parrandas en la cantina de su
mejor amigo Don Tomás y sus borracheras o de las mil y una brujas que vio, de
la Nochebuena, del juego de chaza; pero todo fue en vano, en todas sus
historias volvía a aparecer el recuerdo de su gran amor, la Rudicinda.
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